Año 3. Edición número 141. Domingo 30 de enero de 2011
Por
Sebastian Hacher
delitosypesquisas@miradasalsur.com
Para construir un nuevo culpable al que achacarle todos los males sociales, los medios simplifican al máximo las tramas detrás de cada crimen resonante.
Como hace un mes fueron los inmigrantes y mucho antes los cuidacoches, el enemigo público número uno del momento son los llamados menores de edad: los niños. Conviene llamarlos así, como corresponde a toda persona que no cumplió los dieciocho años, para recordar de qué se está hablando. Esta vez, el linchamiento mediático de niños se desató luego del crimen sin dudas aberrante de Fabián Esquibel, asesinado delante de su hijo de once años. Esquibel se resistió a que lo asaltaran en su casa en Tolosa, y durante el forcejeo, uno de los ladrones le disparó con una 9 milímetros en la cabeza. El único detenido fue un adolescente de quince años, habitante de una villa de la zona e hijo de un hombre condenado por otro crimen. La policía encontró en su poder parte del botín y la 9 mm con la que en teoría ejecutó a la víctima. Quizá no sea casualidad que se trate del mismo tipo de arma de guerra que se utilizó en otros casos que desataron la furia mediática contra los niños en conflicto con la ley penal.
En abril de 2009, el asesinato del camionero Daniel Capristo desató una campaña en los medios para pedir la baja de la edad de imputabilidad. El acusado por el crimen, un adolescente de catorce años, le disparó a Capristo casi una decena de balas con una pistola 9 milímetros porque la víctima se resistió a entregarle su auto. Miradas al Sur contó cómo el niño que cometió el crimen era en realidad un peón dentro del esquema de robos de autos en la zona, una red digitada por adultos en la que participaban policías en actividad.
Algo similar pasó con el ingeniero Ricardo Barrenechea, asesinado durante un asalto en su casa en octubre de 2008. En ese caso los adolescentes que fueron detenidos develaron que eran la mano de obra de una mafia policial que reclutaba adolescentes en La Matanza para ir a robar casas en San Isidro. “La policía nos tiene con un arma en la cabeza”, dijo sin saber que lo estaban grabando Kitu, uno de los principales acusados del crimen. Varios testigos también describieron cómo la policía garantizaba el transporte y la logística necesaria para los asaltos.
Pero si algún caso dejó claro el rol de los mayores en los crímenes cometidos por niños, ese fue el caso de Santiago Urbani, asesinado de un tiro en la sien el 10 de octubre de 2009. Por su homicidio fueron encontrados culpables dos adolescentes, pero el tribunal decidió aplazar las condenas hasta que cumplieran 18 años. El fallo generó polémica e incluso se amenazó con pedir un juicio político contra los magistrados, que no hicieron más que respetar garantías constitucionales.
La clave del caso quedó relegada frente a esa furia mediática contra los jueces. Varios de los testimonios que se escucharon durante el debate oral hablaron del cuarto hombre que había participado del asalto, un soplón policial de 43 años llamado Oscar Alberto Pérez Graham. Especializado en el robo de autos, Pérez Graham solía jactarse de conseguir zonas liberadas en la zona norte del conurbano, gracias a su amistad con varios comisarios. En los últimos tiempos había sumado a esas especialidades la de reclutador de adolescentes. “Un señor pelado les dijo a los pibes si querían ir a robar; ellos no querían ir, pero él se los llevó a tomar droga y no volvieron más”, señaló un testigo durante el juicio, en el que también se supo que en la noche en la que Urbani fue asesinado, el propio Pérez Graham llevó a los adolescentes hasta Tigre. Pero mientras los jóvenes cayeron presos, él siguió con su vida normal. El 20 de octubre de 2009 fue detenido por efectivos de la comisaría de Garín y enseguida fue liberado, aunque sus captores sabían que era buscado por el caso Urbani. Desde entonces vivió en la zona de Escobar sin tomar mayores recaudos. Recién fue detenido cuando luego del juicio su nombre quedó en el centro de la escena.
Para convertir a los niños en depositarios de todo mal social, hace falta limar esas tramas complejas hasta convertirlas en titulares simplistas e incluso falsear la información. La Nación publicó el miércoles pasado un artículo titulado “Menores cometen el 15% de los crímenes”. Para el diario, ese dato justificaría la baja en la edad de imputabilidad a 14 años. Pero la información no es cierta. Más allá del título engañoso – la estadística se refiere a los asesinatos en particular y no a los crímenes en general –, el porcentaje tampoco es real. Los números que citó La Nación son los que publica la Procuración de la Suprema Corte Bonaerense para el primer semestre de 2010. Allí se informa que se abrieron 87 causas contra menores de 18 años sospechados de asesinato y que lo mismo se hizo con 564 adultos. En otras palabras, sobre 651 investigados por asesinato, 87 son adolescentes. La cuenta es sencilla: el 13% de los acusados son menores de 18 años. Un 2% menos de lo que dice La Nación.
El porcentaje que maneja la provincia es igual al que publicó la Dirección de Política Criminal del Ministerio de Justicia para todo el país para 2009. Ninguno de los dos informes señala cuántos de esos menores tenían menos de 16 años al momento de ser acusados. Al menos en el caso de la Dirección de Política Criminal, esto tiene una razón sencilla. Si un menor de 16 años comete un crimen, al no ser punible no se lo considera en la estadística. Esa podría ser la segunda mentira de La Nación: usar los datos de mayores de 16 años para decir que hay que condenar a los menores de 16. La verdad es que el único organismo que incluye a los niños de 14 y 15 años en los números sobre asesinatos es Naciones Unidas. Según sus datos sobre la Argentina, sobre 1.900 homicidios anuales sólo el 10% serían cometidos por adolescentes, y de esos apenas el 1% tendría como autores a jóvenes de 14 y 15 años.
Pero ese no es el problema central de lo que plantea el artículo. Lo más grave es que asegura que ese 13% de menores son responsables de asesinato, cuando la estadística que cita se refiere a investigaciones penales abiertas y no a sentencias. En nuestro país, el régimen penal se basa en que uno es inocente hasta que demuestre lo contrario. Considerar a un sospechoso culpable antes de ser juzgado responde a una lógica bien clara. Ni siquiera es algo moderno. Cuando se hizo la Ley de Patronato, se la pensó como una norma contra los niños que trabajaban de canillitas y se hacían anarquistas. En las calles de Buenos Aires había unos 15.000 de ellos. Durante 10 años, Luis Agote batalló para votar la ley para encerrarlos. Esos niños, decía, “constituyen un contingente admirable para cualquier desorden social siguiendo por una gradación sucesiva de esta pendiente siempre progresiva del vicio, hasta el crimen, van a formar parte de esas bandas anarquistas”. La mayoría tenía entre 9 y 12 años. La propuesta de Agote era recluir a 10 mil de esos niños en la isla Martín García. Algo que a muchos les gustaría volver a proponer.
El estado actual de la hipocresía
Enviado por Gisela Carpineta el Sábado, 29/01/2011 - 23:19.
Año 3. Edición número 141. Domingo 30 de enero de 2011
Por
Laura Musa, asesora General Tutelar porteña
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El ya reiterativo debate iniciado hace 13 años con el primer proyecto de Responsabilidad Penal Juvenil presupone una confrontación entre promover o no el cumplimiento estricto del derecho constitucional de acceso a la justicia y al debido proceso para los adolescentes que, entre los 14 y 16 años, sean imputados de un delito. Rechazan esta propuesta aquellos que prefieren mentirse sobre una realidad, que aquí y ahora, se está desarrollando frente a nuestros ojos. En la Argentina democrática hay unos 600 adolescentes menores de 16 años privados de libertad por “delitos” que nunca serán probados ni tendrán un debido proceso para defenderse, presentar pruebas, recusar testigos y apelar decisiones. Porque para una brutal hipocresía del lenguaje, conveniente para quienes quieren que todo siga igual, estos chicos son “no punibles”.
Se aprobó en el Senado un excelente proyecto de ley que debiera aprobarse en Diputados. Que sí sacaría a los adolescentes del oscurantismo de la protección y de la compasión sin reglas. ¿Por qué quienes se esconden en argumentos simplistas y falsos que les adjudican sólo a los adolescentes pobres la comisión de delitos, prefieren, para sí mismos, reglas constitucionales de procedimiento legal y para los chicos, “piedad” en institutos de menores, para cumplir condenas sin juicio previo? ¿Será que necesitan este estado de cosas para ejecutar programas de “reeducación” y llevar a delante un festival de “buenas” acciones que reproponen el denostado Patronato, mientras que para los adolescentes de clase media, la ley y los abogados obtienen la libertad inmediata planteando la ilegalidad de las medidas de privación de libertad?
La responsabilidad de chicos y adultos
Enviado por Gisela Carpineta el Sábado, 29/01/2011 - 23:24.
Año 3. Edición número 141. Domingo 30 de enero de 2011
Por
Gabriel Lerner, subsecretario de Derechos para la Niñez, Adolescencia y Familia
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La Presidenta acaba de poner racionalidad en el exacerbado debate sobre la “imputabilidad” al señalar que “esto de la edad no es una política de seguridad”. Tomando distancia de discursos catastrofistas, Cristina Fernández ubicó las cosas en su verdadera dimensión. Y es que – si bien el debate sobre la edad de imputabilidad penal no puede regirse sólo por criterios cuantitativos – no debe perderse de vista que la incidencia de los delitos cometidos por adolescentes menores de 18 años no es de gran peso en nuestro país. En ese contexto, la de los menores de 16 años es escasamente relevante.
En la provincia de Buenos Aires – centro de la discusión –, durante 2009 se abrieron 637.189 causas penales en fiscalías de mayores, mientras que las iniciadas para investigar delitos cometidos por adolescentes fueron 28.939. Es decir: de todos los procesos abiertos, un 4,5% correspondió a menores de 18 años. De ese último universo, la participación de chicos menores de 16 no supera, a su vez, el 15%. Con relación a la cantidad de adolescentes privados de libertad en todo el país por imputaciones o condenas penales, la cifra ronda regularmente los 1.500 jóvenes de los que entre el 10 y el 15% tienen menos de 16 años. Los números no son soluciones, pero nos ubican en las dimensiones de los problemas.
Descartada terminantemente la idea de que la pena a un adolescente pudiera ser aplicada al solo fin de compensar el perjuicio sufrido por la víctima, cabe preguntarse si ampliar y endurecer el sistema penal juvenil puede resultar eficaz con fines de prevención general. Existe un muy amplio consenso social en sentido contrario. Afortunadamente es casi unánime la idea de que – en especial respecto de los más chicos – no hay mejor prevención que la inclusión social, educativa, laboral y familiar.
La definición de la edad de reproche penal debe determinarse, desde mi punto de vista, buscando que la intervención estatal que resulta del delito se oriente – con la mayor eficacia posible – a evitar que a futuro el o la joven incurran en nuevas transgresiones. No hay debates al respecto sobre la franja de 16 a 18 años: procesos con garantías, derecho de defensa y, de corresponder, penas sustancialmente diferentes a las de los adultos. ¿Ese objetivo de responsabilización mediante el proceso penal es también adecuado también para muchachos y chicas de 14 o 15 años? Ese es el debate y no otro.
El Comité de Derechos del Niño de la ONU – encargado de efectuar un seguimiento de la aplicación de la Cidn – recomendó a todos los países que considera encomiable que tengan como edad mínima los 14 o 16 años. Y recomienda no reducir esas edades mínimas donde ya estén establecidas.
Las recomendaciones del Comité sintetizan un conjunto de experiencias internacionales, cuyo fundamento es técnico pero también conceptual. Los adolescentes son progresivamente responsables por sus actos en la medida en que crecen y se desarrollan. Pero es el mundo adulto, nosotros, los que debemos hacernos cargo de las desigualdades, desamparos o violencias que aún atraviesan las vidas de muchos chicos y chicas. Pensemos seriamente en aquello de que nadie nace delincuente.
Sobre lo que puede pasar a los 16 años
Enviado por Gisela Carpineta el Sábado, 29/01/2011 - 23:23.
Año 3. Edición número 141. Domingo 30 de enero de 2011
Por
Claudia Cesaroni, Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humano
contacto@miradasalsur.com
Otra vez se discute qué hacer con algunos pocos adolescentes de 14 y 15 años que cometen delitos graves. Somos muchos quienes pensamos que es una mala idea introducir más personas, cada vez más pequeñas, en un sistema – el penal – que, como dice el criminólogo noruego Nils Christie, se especializa en repartir dolor. Hemos dicho que si hay niños que están donde no deberían – en la calle, con un arma, aspirando bolsitas, solos, fuera de la escuela, del club o de la canchita – es porque muchos adultos, y principalmente el Estado, no están donde tienen que estar. Y hemos concluido que, donde no aparece a tiempo el Estado social, irrumpe – tarde y mal – el Estado penal, con sus policías y cárceles.
Mientras discutimos, no podemos olvidarnos de jóvenes a los que, a los 16 años, les han pasado cosas muy graves, que el Estado debe reparar. Lucas Matías Mendoza tenía 16 cuando, hace catorce años, fue detenido por varios hechos graves. Luego, en abril de 1999, fue condenado a prisión perpetua por el Tribunal Oral de Menores Número 1 de la ciudad de Buenos Aires, junto con Claudio David Núñez, que tenía 17 al ser detenido, también en enero de 1997.
En otra causa, César Alberto Mendoza (sin relación de parentesco con Lucas), también fue condenado a prisión perpetua por delitos cometidos antes de los 18 años. Todos ellos eran niños, conforme la Convención sobre los Derechos del Niño, y por lo tanto no se les podía aplicar la misma pena que a un adulto.
En la provincia de Mendoza, otros tres jóvenes fueron condenados del mismo modo por la Cámara Penal de Menores. Uno de ellos, Ricardo David Videla Fernández, apareció colgado en una celda de castigo el 21 de junio de 2005. Tenía 20 años.
En junio de 2002 se denunciaron los casos ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Cidh). Hace dos meses, la Cidh afirmó que habían sido mal condenados y recomendó al Estado revisar las sentencias, investigar las torturas denunciadas por varios de los jóvenes y la muerte de Videla Fernández e indemnizar a las víctimas, es decir, a los jóvenes y a sus familias.
Luciano Arruga también tenía también 16 años cuando desapareció hace dos años, el 31 de enero de 2009. Según denunciaron varios testigos en ese entonces, antes estuvo detenido en un destacamento policial de Lomas del Mirador, provincia de Buenos Aires. Pese a que ni un solo día dejaron de reclamar por él, la familia y los amigos de Luciano no han logrado que su ausencia sea investigada como una desaparición forzada.
Cinco jóvenes cumpliendo penas a prisión perpetua, pese a que se les repite hace años que esas condenas son ilegítimas.
Un adolescente desaparecido, luego de ser hostigado y detenido por la policía bonaerense. En lugar de diseñar nuevos castigos para chicos cada vez más chicos, es imprescindible resolver estas deudas pendientes: la libertad para los cinco condenados a prisión perpetua, la aparición con vida de Luciano Arruga.
Violencia estructural y linchamiento social
Enviado por Gisela Carpineta el Sábado, 29/01/2011 - 23:21.
Año 3. Edición número 141. Domingo 30 de enero de 2011
Por
Luis Federico Arias, juez de La Plata
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Un menor, un arma, un muerto y otra vez las proclamas sobre la conveniencia de bajar la edad de imputabilidad. Un debate inconducente, una dialéctica recurrente, un reduccionismo inaceptable, un producto de consumo mediático-político que procura satisfacer las “legítimas” expectativas del “pueblo”. Es decir, a la clase media propietaria que se siente amenazada con estos pibes que “salen a robar y a matar”. Desde la entraña de aquellos sectores medios, que otrora portaban cacerolas preocupados tan sólo por la defensa de su patrimonio mientras once millones de argentinos se hundían en la pobreza, surge ahora este neofascismo que reclama y proclama el linchamiento social de quienes –se supone– son los responsables de esta parcialidad delictiva. No importa la inseguridad habitacional, alimentaria, sanitaria, educativa o laboral. Eso es cosa de pobres, estos enemigos reales o potenciales que amenazan “nuestra” seguridad personal. Estos sectores marginados no se identifican con su reclamo: quien no tiene nada que perder, nada tiene que temer. Tampoco importa la delincuencia de guante blanco, la criminalidad política o el narcotráfico, mientras no trasponga la reja de “nuestro” jardín.
Son estos sentimientos individualistas los que terminan legitimando la implementación de políticas de corte represivo y de abandono social, que derivan en violencia sistémica o estructural hacia los sectores más vulnerables. Es de esperar entonces que aquellas políticas desarrolladas en las últimas décadas derive en episodios de violencia interpersonal, porque –como es sabido– la violencia engendra violencia. En esta ocasión, el debate público ha centrado su análisis en la órbita del derecho penal, desde donde se intenta brindar una solución punitiva al creciente reclamo de seguridad. Si embargo, esta situación constituye tan sólo un epifenómeno de una realidad social mucho más compleja que nos negamos sistemáticamente a reconocer.
Es preciso advertir que los países cuyos indicadores sociales revelan profundas desigualdades, poseen elevadas tasas de criminalidad. En el caso de América Latina, las estadísticas oficiales y las investigaciones de expertos corroboran una tendencia ascendente a partir de la década del ‘80 que coincide cronológicamente con el deterioro social derivado de la aplicación de las políticas económicas del Consenso de Washington, con un evidente abandono del Estado de Bienestar.
A fin de apartarnos de esa parcialidad reductiva, la primera labor que se impone, es “descriminalizar” la situación, tarea que se presenta un tanto difícil si tenemos en cuenta el constante fogoneo de los comunicadores sociales, del poder político y de algunos penalistas, que han monopolizado el debate. Habrá que esperar entonces la modificación de la ley que disminuya la edad de imputabilidad de los jóvenes, aunque más no sea para demostrar que fue éste debate estéril e inoficioso, y enarbolar otro discurso, donde podamos hacernos cargo definitivamente, como sociedad y como Estado, de las consecuencias derivadas de la violencia estructural que hemos impartido a estos jóvenes nacidos en los ’90.
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